Cada vez que paso por el escaparate de una tienda de tecnología siento la irrefrenable tentación de asomarme y empezar a inspeccionar cual animal hambriento todos los móviles, los ordenadores, las televisiones, las cámaras de fotos, los mp3 y todo tipo de aparatito con botones y lucecitas. ¿Me he vuelto loca? Para nada, lo que me pasa a mí le pasa a la mayoría de la población (siempre refiriéndome a la parte del planeta "desarrollada" o "primer mundo"). Pero, aunque resulte increíble, existe un pequeño tanto por ciento de personas que pasarán por el mundo sin sentir el deseo tecnológico.
Yo conozco a alguien así, mi querido padre, es la única persona de mi alrededor que no sabe manejar un ordenador, que sólo sabe llamar con el móvil y que sigue utilizando la máquina de escribir. Dios mío, ¿máquina de escribir? Sí, en efecto, en pleno siglo XXI donde hasta los abuelos del pueblo más remoto tienen clases de informática básica, mi padre sigue utilizando la máquina de escribir para hacer tarjetas. ¿Por qué? Se ha empecinado en que no quiere aprender, es un alma libre y quiere pasar por este mundo limpio de bytes y formatos .avi. Toda mi familia ha insistido en enseñarle a mandar mensajes con el móvil, a poner el DVD o a buscar libros en Internet (ya que le encanta la lectura), pero ha dicho que no. Y ojo, dice muy digno "no es porque no lo entienda, es porque no quiero".
Y yo le admiro, pero el deseo tecnológico me ha capturado, como una araña apresa a un mosquito entre su tela, y una catástrofe mundial tendría que suceder para que tuviese que vivir sin ella. Pero esa dependencia nos aleja de nuestros instintos más primarios, nos hemos sofisticado tanto que miramos con inferioridad al resto de seres vivos que pueblan la tierra mucho antes que el ser humano. Y nosotros que nos creemos tan inteligentes no somos capaces de sobrevivir al picotazo de un animal que mide apenas unos centímetros.
0 comentarios:
Publicar un comentario